La tregua de Navidad

Fue como en una especie de autocine o, mejor, de autoteatro: Emilio, en el asiento del conductor, y Lucía, en el del acompañante, vieron, a través del parabrisas, cómo el portón automático se desplazaba lentamente hacia la derecha, como si fuese un telón, con su propio chirrido como música de fondo. Atrás, dentro del patio, fue apareciendo el comité de bienvenida: el padre, la madre y la hermana de Lucía, sonrientes, como si hubieran ensayado la recepción. Entonces Emilio y Lucía también sonrieron. Cuando por fin el portón terminó su recorrido, el auto subió el plano inclinado que comunicaba la calle con el patio delantero y se estacionó ahí nomás, detrás de la camioneta de los dueños de casa. Emilio apagó el motor y dijo: ahí vamos. Lucía no respondió nada.

Después de los saludos y la efusividad de rigor, los recién llegados sacaron cosas del baúl: Lucía, dos grandes bolsas con cajas y otros bultos envueltos para regalo; Emilio, una botella de vino y un paquete que manipuló con cuidado y que por fuera decía Panadería San Martín. Preguntó por Juan. Ingrid, su cuñada, le explicó que no estaba: se había ido a pasar el día a lo de un amigo. Pero viene a cenar, ¿no? Obvio, dijo Ingrid. A ver si veníamos a pasar con ustedes la fiesta equivocada, bromeó Emilio. El treinta y uno le toca con el padre, dijo Ingrid, hoy lo pasa con nosotros acá. Muy bien, dijo Emilio, muy bien.

Cada año más grande, exclamó después, cuando entró en la casa y vio el árbol de Navidad. Era fácil calcular que medía más de dos metros, pues la estrella de la punta quedaba por encima del marco de la puerta. Pero le explicaron que era el mismo de los dos o tres años anteriores. Será que ya me estoy achicando yo, dijo Emilio. A los pies del árbol había cajas y paquetes envueltos con colores brillantes. Lucía se agachó a dejar también allí el contenido de sus bolsas. La mesa del comedor estaba servida: jamón crudo, longaniza, salamín, queso Mar del Plata, roquefort, frutos secos, aceitunas, grisines. Todo parecía intacto, a la espera de que estuvieran todos. Se sentaron a la mesa, de un lado Emilio y su suegro, del otro las tres mujeres, Lucía entre su hermana y su mamá. Les preguntaron qué querían tomar. Emilio dijo que tomaría vino, aunque tuviera que manejar. ¿Cómo está la Negrita?, preguntó Ingrid. Ahí estaba, decaída, un poco mejor pero todavía no había querido comer nada. Les había dado pena dejarla sola, pero tampoco la podían llevar en el auto, el viaje le iba a hacer peor. Lucía llenó su vaso de gaseosa de pomelo.

Los folcloristas que en ese momento vociferaban sus canciones por Crónica TV fueron el siguiente tema de conversación, y después la charla, a ratos dividida en dos, los hombres por un lado y las mujeres por el otro, y luego otra vez abarcando al grupo entero, como si fuese una partida de truco de a seis, en las que se alternan el pica pica y las vueltas redondas, deambuló por derroteros más o menos previsibles: el calor y la humedad, el tránsito infernal para salir de la Capital, el trabajo, la salud bien, por suerte, el fútbol, los planes para las vacaciones, los precios, la economía. Es una locura, todo es una locura, dijo el padre de Lucía. Una locura, repitió su esposa, y entonces fue cuando Emilio, que hasta ese momento había participado activamente de la conversación, se quedó callado. En este país ya no se puede vivir, dijo Lucía, no sé adónde vamos a ir a parar. Un desastre, ratificó Ingrid. Por suerte a la Yegua le queda solamente un año, dijo el padre de Lucía. Emilio comía aceitunas rellenas de anchoas, llevándolas a su boca con una espadita de plástico de color azul. ¿Ustedes creen que el año que viene se van?, preguntó Lucía. Ay, esperemos, suspiró su mamá. Sí, dijo el padre estirando la i, claro que sí, ¿cómo no se van a ir? Si esto ya no se aguanta más. Es una dictadura. ¿No es acaso una dictadura? Son una mafia. U-na ma-fia. Una cleptocracia. No se puede creer lo que están haciendo. Tierra arrasada. El año que viene se van y van a terminar todos presos, vas a ver. Vamos a tener que empezar de nuevo, de cero, porque no van a dejar ni las migas. Pero van a terminar todos presos, estoy seguro. Ojalá, dijo Ingrid. Emilio se sirvió más vino en su copa. Hay que aguantar un año más entonces, dijo Lucía. Es que se tiene que terminar, dijo la madre, ¿si no qué va a pasar? ¿Adónde vamos a ir a parar? ¿Vamos a ser como Venezuela? Bueno, dicen que se están armando grupos guerrilleros, dijo Ingrid. Que los está armando el gobierno. ¿En serio?, dijo Lucía. Sí, claro, dijo su padre, eso lo han dicho ya en muchos medios, el gordo Lanata lo dijo, y ese otro que está en TN, el de barba, cómo es que se llama, ¿Leuco?, no, el otro, no me acuerdo cómo es, bueno, ese dijo que hay grupos paramilitares que se están entrenando para cuando disuelvan el congreso. Porque si pierden el año que viene pierden las elecciones eso es lo que van a querer hacer, disolver el congreso, ¿o vos te pensás que van a entregar el poder así nomás? Pero entonces va a haber una guerra civil, planteó Ingrid. Ay, nena, que la boca se te haga a un lado, dijo su madre. Pero sí, gorda, es que no va a quedar otra, dijo su marido. Y si se sacan todas las caretas e imponen una dictadura hecha y derecha hay que resistir, como han hecho siempre los pueblos. Dios nos libre, dijo la madre de Lucía, por favor. Pero ¿cómo es que hemos llegado a esto? Estábamos mal pero no tan mal, cómo es que va a haber una guerra. Es lo que te digo siempre, gorda, ¿o no te lo digo siempre acaso? Es la gente de mierda de este país. Este país está lleno de buena gente pero también de gente de mierda. Los negros, los vagos, los que no quieren laburar y quieren vivir de los planes. Ese es el problema. Y ojo que no digo negros de piel…

Emilio se levantó y le preguntó a la madre de Lucía si podía usar el baño de arriba. Sí, querido, claro, respondió la mujer con extrema amabilidad y también un poco sorprendida. Te acordás, dijo Emilio, que la última vez que vinimos había una canilla que no se podía usar, porque había un caño que perdía. Ah, sí, recordó ella, pero ya está arreglado hace mucho.

Emilio subió las escaleras lentamente. Entró en el baño, cerró la puerta. Sus movimientos eran metódicos y precisos como los de un gato cuando se acerca a su presa. Apoyó las manos sobre el lavatorio, respiró hondo, se miró en el espejo. Se quedó unos momentos así, los ojos clavados en los ojos que el espejo recreaba al otro lado del cristal. Después metió la mano en el bolsillo y sacó su teléfono. Una de las notificaciones le avisaba que tenía un mensaje de un contacto agendado como Fito Trabajo, cuya imagen de perfil era la foto de un perro mirando a cámara. El mensaje decía: T extraño. Q ganas d rajar d acá y desaparecer cn vs. Algo en el semblante de Emilio se relajó: Uff, no sabes como t extraño yo, respondió. Esto es el infierno. No lo repitas q me escapo y t secuestro. Dejó el teléfono apoyado en un estante y se paró delante del inodoro para hacer pis. Volvió al lavatorio, abrió la canilla, se lavó las manos con agua, sin jabón. Se secó con la pequeñísima toalla que colgaba de la pared. Se miró al espejo de nuevo. Volvió a respirar hondo. En el teléfono encontró un nuevo mensaje de Fito Trabajo: Veni bb, si venis t ago d todo cmo t gusta a vs, y un emoji de un fueguito repetido tres veces. Emilio se rio, silenció el teléfono, lo guardó en el bolsillo, respiró hondo una vez más y salió del baño.

Cuando volvió al comedor, pegó un grito: ¡Juan! El muchacho sonrió al ver a su tío, pese a que su madre lo estaba reprendiendo por llegar tan tarde. La piel del chico estaba cetrina y brillante, el tono que asume la piel de muchas personas tras pasar mucho tiempo al sol, y tenía los pelos revueltos y evidentemente sucios. Ingrid le ordenó que se duchase y volviera a la mesa lo más rápido posible. Ya sé que me estoy achicando, pero qué alto que está, dijo Emilio mientras volvía a sentarse. No para de crecer, confirmó Ingrid, yo ya lo tengo que mirar así, para arriba. No sé a quién sale. Al padre no, ¿no?, preguntó Emilio. Ingrid negó con la cabeza y con un gesto que enfatizaba la idea, que era casi de burla. Y está cada vez más rebelde también, lamentó mientras, junto a su madre y su hermana, levantaban de la mesa los restos de la picada. Se quejó de que la adolescencia de Juan estaba dándole cada vez más trabajo, mucho más de lo que se había imaginado, sabía que no debía intentar controlarlo tanto ni hacerse tanta mala sangre pero era más fuerte que ella, no lo podía evitar. Ustedes eran iguales que él, comentó su madre, e Ingrid dijo que sabía que se vendría ese comentario. Siempre decís lo mismo, mamá, pero qué le voy a hacer, es lo que estoy sufriendo yo ahora, no puedo decir otra cosa. Podés decir, replicó la madre, que tener un hijo a veces es un poco difícil pero que también da muchas satisfacciones. Tu hermana y tu cuñado se van a terminar de espantar, si no. Entonces fue Lucía la que dijo que sabía que se vendría ese comentario. Es que ustedes, hija, pareciera que no lo tienen ni en sus planes y cuando se quieran acordar, cuando te quieras dar cuenta…

Juan apareció enseguida. El pelo todavía le chorreaba agua, pero ya estaba listo, podían servir la cena. El chico se sentó al lado de Emilio, enfrente de su mamá. ¿Cómo andás, tío? Todo bien, ¿y vos? ¿Anduviste de fiesta por ahí? Juan le contó que había estado el día en la quinta de los padres de un amigo, en La Capilla, un lugar con un terreno enorme y pileta y canchita de fútbol y donde comieron asado y escucharon música y la pasaron muy bien. La Capilla es para allá, al fondo, ¿no?, preguntó Emilio y movió la cabeza señalando alguna dirección indefinida, y Juan le respondió que sí, por la Sarmiento todo derecho, y Emilio dijo que qué bueno que les hubiera tocado un lindo día, que para pasarlo en una quinta ese día había sido genial. La cena estaba compuesta esencialmente por vitel toné, empanadas, matambre, tomates rellenos y ensalada rusa, y mientras Lucía e Ingrid y su madre la servían Emilio le preguntó a Juan por la escuela, si había aprobado todas las materias o le había quedado alguna para marzo, y cómo había terminado el año en el club, si el año siguiente tenía pensado seguir jugando ahí o tenía planeado ir a probarse a un equipo más grande, que ya tenía edad como para pensar en dar el salto, y Juan miraba de reojo a su mamá y se mostraba nervioso, entonces Emilio le preguntó si había disfrutado de la Copa Sudamericana, y Juan le dijo emocionado que no sabía cómo había gritado los goles, los de la final y el de Pisculichi, sobre todo el gol de Pisculichi, qué fiesta, que viva el fútbol. Juan dijo también que ese año en el fútbol había sido increíble, lástima la final que perdimos contra Alemania, sigo sin poder creer que hayamos perdido esa final, si Messi metía el mano a mano ese que tuvo, o si cobraban el penal del arquero contra Higuaín, o si Palacio se hubiera avivado de que era por abajo. Más allá de la vigilancia furtiva de Ingrid, Emilio y Juan parecían aislados del resto, como si los rodeara una cúpula invisible, mientras los demás hablaban de cosas que ocurrían en la televisión, en el programa de Tinelli o en los noticieros, gente que baila, gente que opina sobre cualquier tema, sobre todos los temas, gente que opina sobre otra gente que opina, y todo así. Emilio le preguntó a Juan si salía con alguien, con alguna chica, y Juan respondió que no, que no salía con nadie, y de nuevo con un gesto casi imperceptible miró a su mamá, y Emilio también la miró e Ingrid los miró a ellos y les sonrió y después se llevó a la boca un tenedor lleno de pedazos de papa y zanahoria y arvejas, unidos y dominados por la mayonesa. ¿Y vos, tío, en qué andás? Emilio respondió que con mucho trabajo, algo que a nivel profesional y económico era muy bueno pero que también lo tenía muy cansado, que necesitaba vacaciones y para colmo no se las podría tomar en el verano, tendría que esperar como mínimo hasta abril o mayo, porque la empresa para la que trabajaba estaba lanzando un proyecto nuevo con el foco en varios países de Europa, de modo que querían aprovechar el invierno del norte. No tenían nada definido todavía para cuando pudieran tomarse las vacaciones, siguió explicando Emilio y lanzó una mirada hasta Lucía, y ella parecía concentrada en la televisión, que ahora proyectaba el recital de un grupo de cumbia, pero ni ella ni sus padres ni su hermana hablaban en ese momento, de modo que todos escuchaban la conversación de Juan y Emilio, quien decía que a él le encantaría viajar precisamente a Europa, tenía muchas ganas de recorrer algunas ciudades y en ese momento allá iba a ser primavera, la mejor época para pasear. Vos ya conocés, le dijo Juan. Estuve un par de veces, pero me encanta, ya hace mucho que tengo ganas de volver. Juan le preguntó cuál era la ciudad europea que más le había gustado. Emilio pensó unos momentos la respuesta y después dijo que, si tenía que atenerse a la pura belleza, la que le había parecido más linda era Praga, con sus callecitas, sus edificios antiguos, el río que la cruza y los puentes que cruzan el río, las plazas, los restoranes. Está lleno de negocios que venden copas y un montón de otros productos de cristal, el famoso cristal de Bohemia. Pero París es París, agregó Emilio, y las películas y todas las historias que pasaron ahí y todo lo que nos cuentan hace que a mí me fascine París, la siento como una ciudad especial, como si fuera medio mágica. Así que esas son las dos ciudades que más me gustan. No me pidas que elija una sola. Juan lo escuchaba con los ojos iluminados. Le preguntó si en su próximo viaje volverían a visitar Praga y París y Emilio dijo: ojalá podamos. Ojalá, repitió.

En un momento en que Ingrid se levantó y fue a la cocina a buscar una salsa que habían quedado en la heladera, Juan le dijo a su tío que luego quería mostrarle algo. Emilio quiso saber qué cosa y el chico sólo respondió: después te muestro, con cuidado de que su madre, que ya volvía a la mesa, no lo escuchara. Lucía y sus padres, quién sabe por qué, ahora hablaban de la inseguridad. Ingrid también hizo su aporte al catálogo de asaltos, asesinatos y otros episodios policiales de los que se habían enterado en los últimos tiempos, tanto protagonizados por conocidos suyos, o por conocidos de conocidos, como difundidos por los medios de comunicación. Se referían a las víctimas por sus nombres de pila, como si se tratase de vecinos del barrio. Lucía lamentó que, pese a todo lo que pasaba, estuviera prohibida la pena de muerte, a lo que su padre le retrucó que no se confundiera: la pena de muerte existe, afirmó, solo que no se aplica contra los criminales, sino contra nosotros. Ellos nos imponen la pena de muerte, ellos nos matan. Emilio llevó su mano al bolsillo y sacó su teléfono apenas, lo mínimo indispensable para encender la pantalla. Tenía dos mensajes de Fito Trabajo. Guardó el teléfono sin leerlos. Agarró la botella de vino y les preguntó a los demás si querían. Yo quiero, dijo Juan. Te voy a dar vino yo a vos, le dijo Ingrid, y Juan se rio, y Emilio dijo que Juan ya era el más alto de la familia y que en cualquier momento ya tendría su propia copa. Ingrid le pidió que se dejara de decir boludeces. ¿Vas a seguir tomando vos?, le planteó Lucía a Emilio con tono agrio. Toda la respuesta de él fue, mientras se servía, encogerse de hombros. A lo mejor se van a tener que quedar, sugirió la madre de Lucía, pero Emilio le recordó que tenían que ir estar con la Negrita. Juan preguntó cómo estaba la Negrita y Emilio le detalló lo mismo que le habían explicado antes al resto de la familia.

Terminaron de comer y llegó esa especie de intervalo en el que la sobremesa parece disiparse, ese recreo de antes de que lleguen los postres: el pan dulce y los turrones y los chocolates y todos esos otros productos que los inmigrantes europeos quisieron seguir comiendo en Navidad aunque ahora les cayera en verano, aunque la Navidad se les hubiera caído hasta tan al sur. En ese momento de distracción, aprovechando que el padre de Lucía fue al baño y que las mujeres levantaban los platos que ya no se usarían, Juan le dijo a Emilio: vení, y se escabulleron escaleras arriba. La habitación del chico no estaba tan desordenada. En un panel de corcho en la pared se destacaban dos fotos recientes: en una, Pisculichi gritando su gol abrazado a Gallardo; en la otra, Barovero con el índice arriba, el índice de la mano con la que acababa de escribir su nombre en el libro de las cosas que nunca se olvidan. Juan sacó una revista de un cajón y le preguntó a su tío si sabía de qué se estaban cumpliendo cien años en esos momentos. Emilio, por supuesto, lo ignoraba.

La tregua de Navidad, dijo Juan.

Emilio sonrió, porque seguía sin tener idea.

Juan le contó que en mil novecientos catorce, durante la primera Nochebuena y la primera Navidad de la Primera Guerra Mundial, los soldados ingleses y alemanes, que eran enemigos, hicieron una tregua espontánea. Sin autorización de nadie, adornaron las trincheras, cantaron villancicos y se juntaron en la tierra de nadie que había entre las trincheras de ambos bandos y ahí intercambiaron whisky y cigarrillos y hasta jugaron al fútbol. Sólo después de haberle contado esto, Juan le mostró a su tío la revista que había sacado del cajón. Sus páginas reproducían varias de las fotos que los soldados habían sacado en aquellos días. En la imagen más grande se veía a varios combatientes, con sus uniformes y sus gorras oficiales, saltando a cabecear una pelota suspendida sobre ellos, como cuando alguien patea un córner en cualquier partido en cualquier lugar del mundo. En otras se los ve posando para las cámaras, con el gesto serio que todo el mundo ponía para salir en las fotos en aquella época y con sus bigotes y sus sobretodos tan largos para aguantar el frío invernal.

Y mirá esto, dijo Juan y le dio a su tío otro papel, una hoja de diario plegada en cuatro, que había sacado del mismo cajón que la revista. Fascinado, Emilio desdobló el papel y leyó, en una esquina de la página, que correspondía a un ejemplar del diario inglés The Guardian del viernes tres de agosto del año dos mil uno. Me lo mandó Darío, dijo Juan, ¿te acordás de Darío, mi primo, el que vive en Londres? Emilio dijo que sí, un sí distraído, desatento, ya que toda su atención estaba en aquella página en que se veían, debajo del título, dos fotos, una actual y una antigua: la primera, el retrato de un anciano; la segunda, en blanco y negro, una postal de aquella tregua de Navidad. ¿Vos leés en inglés?, atinó a preguntar Emilio. Juan le explicó que estaba estudiando y que igual se ayudó con un traductor de internet y que el anciano de la foto se llamaba Bertie Felstead y había muerto en ese momento, en dos mil uno, a los ciento seis años. Había sido el último sobreviviente de la tregua de Navidad.

Juan sacó un papel más. Parecía uno de esos magos que redobla la apuesta una y otra vez a medida que avanza el truco. Emilio era su público y Juan lo tenía encantado, en todos los sentidos de la palabra. El nuevo papel era un texto impreso por computadora: la traducción del artículo de The Guardian. El chico lo leyó en voz alta las declaraciones del tal Felstead:

Sabíamos perfectamente que aquella situación era irreal. ¡Estábamos deseándoles feliz Navidad a las mismas personas a las que íbamos a intentar matar al día siguiente! Alguien fabricó algo parecido a una pelota y comenzamos a jugar, aunque la verdad es que no se puede hablar de partido porque de cada lado había por lo menos cincuenta soldados, y nadie se encargó de contar los goles…

¿Qué hacen acá?

La voz de Ingrid desde la puerta de la pieza rompió el hechizo fragilísimo de aquel momento.

Ya está todo servido, estamos comiendo las cosas dulces, agregó.

Ahí vamos, respondió Emilio.

La figura de Ingrid desapareció del marco de la puerta y Juan, mientras guardaba sus papeles en el cajón, le dijo a su tío en voz baja:

Quiero ir a conocer ese lugar, donde estaban las trincheras y jugaron ese partido. Estoy ahorrando plata. Quiero viajar.

Qué bien, dijo Emilio también en voz baja. ¿Tu mamá no sabe nada?

No. Prefiero que no sepa por ahora. Si se entera me va a empezar a romper las pelotas.

Emilio se rio. Mientras bajaban las escaleras, le preguntó a su sobrino qué había pasado después.

¿Después de qué?

De la tregua. Qué hicieron, cómo terminó.

Los jefes los castigaron por haberse hecho amigos de los enemigos. Los obligaron a seguir peleando. La guerra duró cuatro años más.

¿Qué guerra, de qué hablan?, les preguntó Ingrid, que había alcanzado a escuchar las últimas frases, pronunciadas cuando ya se acercaban a la mesa.

La Primera Guerra Mundial, respondió Emilio. Tu hijo me estaba dando una lección de historia.

Ingrid miró a su hijo con una expresión en la que parecían mezclarse orgullo, curiosidad y cierta desconfianza. En sus abuelos, en cambio, todo parecía satisfacción. Lucía no quitaba la vista del televisor.

Hay un monumento ahora ahí, le dijo Juan a su tío, de nuevo bajando un poco la voz, aunque era obvio que los demás lo escucharían de todas formas y que ese dato suelto no representaba ningún problema.

Emilio se quedó quieto un momento, arrugó el ceño, miró a Juan con cara de intriga.

¿Qué?, preguntó el chico.

Me suena eso que decís. Un monumento. De todo lo anterior que me contaste no sabía nada, pero ahora que me decís de un monumento… como que en algún momento vi o leí o escuché algo…

Capaz que alguna vez lo viste en algún lado, planteó Juan. Es una historia bastante conocida.

Capaz, dijo Emilio.

Después tío y sobrino se enredaron en la conversación grupal, por la que desfilaron nuevos planes para las vacaciones, la situación económica, hechos de corrupción, el caso de una pareja que dejó a su hijo encerrado en el auto para entrar a jugar en el casino, la locura de los argentinos, la película Relatos salvajes, posturas encontradas en torno a la idea de si todo ser humano tuvo al menos una vez en la vida la fantasía de poner una bomba en un lugar donde ha sido maltratado, y todo así. El tiempo pasó y fue momento de destapar la sidra y el ananá fizz, y entonces brindaron y sonrieron y se dijeron felicidades, feliz Navidad. Abrieron los paquetes que habían esperado bajo el árbol: abundó la ropa, hubo perfumes, alguna joya. Juan recibió unos auriculares y una camiseta de River con el quince de Pisculichi en la espalda. ¡Gracias, tío!, lo abrazó. Emilio, además de ropa, recibió un reloj y un libro. Los años de peregrinación del chico sin color, leyó en voz alta el título en la portada, y luego el nombre del autor: Haruki Murakami. Miró a Ingrid con gesto de sorpresa. Es un escritor japonés muy conocido, le contó ella. La vez pasada dijiste que te gustaría leer más pero no sabías qué leer, y cómo yo hace poco leí este libro y me gustó, pensé que te puede gustar a vos también. ¿Yo dije eso?, se rio Emilio. Luego preguntó de qué se trataba. Ello, tras pensarlo unos segundos, explicó que era la historia de un tipo que quería entender mejor su vida y que para hacerlo se ponía a indagar en su pasado. Algo así, dijo ella y se rio también.

Hablaron de los regalos, recordaron regalos de navidades anteriores, narraron anécdotas ajenas de regalos inoportunos o desafortunados. Juan expuso una teoría según la cual es descortés cambiar un regalo sólo porque no te gusta, lo cual generó una pequeña discusión, ya que la mayoría no estaba de acuerdo, casi todos creían que si te regalaban algo que no te gustaba podías cambiarlo por otra cosa y que eso no tenía nada de malo. Quien se mostró de acuerdo con Juan fue Emilio: dijo que tenía razón, que había que bancársela, porque el regalo no es sólo un objeto sino también la mirada que tiene de vos la persona que te lo da. Por ejemplo, si te regalan una ropa demasiado grande, es que te ven gordo. Si te regalan algo muy chico es peor, dijo Ingrid, porque te lo vas a probar y no te entra y te sentís gordísima. Todos se rieron y ella, con una sonrisa de resignación, agregó: lo digo de verdad.

Después Emilio volvió al baño de la planta superior. En las últimas dos horas, los mensajes se le habían acumulado. Fito Trabajo le había vuelto a escribir que lo extrañaba y que tenía ganas de verlo y de escaparse con él, y le escribió también que Papá Noel le había dejado un regalo en su casa, Tenes q venir a buscarlo bb, y también le escribió Feliz navidad y Q sea la ultima navidad separados y T amo y Dcime algo xfa!!! Emilio escribió a toda la velocidad que le daban los dedos: Yo tmb t extraño mucho, Yo tmb t amo, Feliz navidad, mi amor, La prox navidad juntos y el emoji de un brindis y el de unas campanillas de las que parece caer papel picado de colores y el de un corazón rojo que se mueve como si latiera. Iba a guardar el teléfono para salir ya del baño cuando llegaron respuestas de Fito Trabajo, más T amo y T extrano y ahora también Tngo ganas d coger, X q no estas aca conmigo bb, Q ganas d chuparte la pija, de modo que Emilio no guardó nada el teléfono sino que volvió a escribir: Si? T gusta mi pija?, a lo que Fito Trabajo respondió: M encanta tu pija, Quiero chupartela dspacito como t gusta, M quiero tragar toda tu lechita bb, y así siguieron un rato más, Emilio sentado sobre la tapa del inodoro, mirando a cada rato la puerta como si temiera que se abriese de pronto, aunque estuviera trabada con el pasador, o como si fuera a descubrir que había un agujerito, una especie de mirilla a través de la cual alguien estuviera espiando. Intentó escapar de aquel campo magnético: escribió Tngo q irme y Dsps seguimos y Bss y Yo tmb, pero sólo se levantó cuando alguien golpeó la puerta del baño y de inmediato se oyó la voz de Juan que preguntaba: ¿tío, estás ahí? Sí, Juan, sí, ya salgo, dijo Emilio, convertido de pronto en una bola de nervios. Juan le explicó que quería saludarlo porque lo habían venido a buscar y ya se iba. Ya salgo, repitió Emilio, que se había levantado de un salto y había guardado el teléfono. Se lavó la cara rápido, se miró al espejo, respiró hondo, se acomodó la ropa y salió. El pasillo estaba vacío. Juan lo esperaba abajo, al pie de la escalera. Emilio vio que llevaba puesta la camiseta que él le había regalado.

Te queda perfecta.

¿Sí?

Como pintada. Así que te vas.

Sí, vino mi amigo el de la quinta donde estuvimos hoy, nos pasa a buscar en auto. Ustedes no se quedan, ¿no?

No, nos vamos enseguida, dijo Emilio, dándole un abrazo. Y le dijo bajito: adelante con esos planes.

Gracias, tío.

Pasala muy bien.

Emilio lo vio salir casi corriendo, la quince de Pisculichi gambeteando muebles hasta perderse por la puerta. Él hizo el mismo camino y cuando llegó al patio delantero, donde Lucía e Ingrid y sus padres había salido a despedir a Juan, apenas alcanzó a verlo salir a la calle y la puerta cerrarse detrás de él. ¿Te saludó?, le preguntó Ingrid. Emilio, con la cabeza, respondió que sí.

Volvieron adentro y languidecieron sentados alrededor de la mesa un rato más, hasta que muy pronto Emilio y Lucía hicieron contacto visual y, con un microgesto, cada uno supo que el otro sabía que había llegado el momento de la despedida, de decir que la habían pasado muy bien, muy rico todo, muchas gracias por los regalos, nos vemos pronto.

Y así lo hicieron.

Al despedirse de Emilio, Ingrid le preguntó si estaba bien. Emilio, sorprendido, dijo que sí. Bien para manejar, porque tomaste, aclaró ella, y él: ah, sí, no tomé tanto, estoy bien. Tengan cuidado, en la calle hay mucho loco suelto.

Emilio y Lucía subieron al auto y el portón automático repitió su danza de unas horas antes. Emilio vio su lento desplazamiento por el espejo retrovisor, sin desviar la mirada ni por un segundo, y vio cómo poco a poco, al otro lado del portón, se hacía visible la calle, el afuera de la casa. Lucía estaba concentrada en la pantalla de su teléfono. Ingrid y sus padres permanecieron parados, sin decir nada, casi en el mismo lugar donde los habían recibido, ahora como un comité de despedida, en ese pequeño ritual posterior al adiós en el que quien se queda observa a quien se va. Por fin el portón terminó de abrirse. El auto se movió despacio marcha atrás, atravesó el patio, alcanzó la calle y, ya desde el asfalto, un juego de luces y un suave toque de bocina conformaron el saludo final. Tras hacer varias cuadras en silencio, Emilio le preguntó a Lucía si se acordaba, porque él creía acordarse pero no estaba seguro, de un monumento, le parecía que en algún lugar de París, cerca del Sena, una estatua de dos tipos con ropas de soldados que están dándose la mano y en medio de los dos, en el piso, una pelota de fútbol, no estaba seguro de si era exactamente así, de hecho ni siquiera estaba seguro de haber visto ese monumento en persona o si lo había visto en fotos o si solamente estaba mezclando recuerdos y no había visto nada de eso, tal vez nada de eso existía, vos no te acordás, ¿no? Lucía lo miró y achicó un poco los ojos y pareció que iba a decir algo pero no dijo nada, puso una cara que parecía significar vos estás loco, pero que también podía significar no sé de qué mierda hablás, y también podía significar vos me estás cargando, e incluso podía significar qué hijo de puta que sos, pero no dijo nada, volvió a hundirse en su teléfono y no pronunció palabra alguna durante el resto del viaje, y tampoco Emilio volvió a decir nada más.


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